viernes, 29 de noviembre de 2013

Centinela del Mar

El 27 de Octubre del año 2010 Joaquín se despertó cuando aún no había salido el sol. Hacía 4 meses que había conseguido un trabajo como profesor de música en Miramar, una vez que terminó sus estudios en Buenos Aires. Le gustaba la idea de vivir en la playa. Y sin nada que lo atase a la ciudad, se fue a enseñar a los niños sus primeras notas. En su calidad de maestro, le ofrecieron ganarse unos pesos trabajando un domingo para el Censo de Población, Hogares y Viviendas del país. La plata le venía bien, así que aceptó.

El día anterior al Censo le revelaron donde tendría que ir a completar sus cuestionarios: se trataba de la ciudad de Centinela del Mar. Nunca había escuchado hablar de ese lugar. Se ubicaba a varios kilómetros al sur de Miramar, por la ruta 11. Como aún no tenía auto, su superior en el operativo censal lo llevaría hasta el asentamiento. Así que sin saber mucho sobre el sitio, Joaquín a las 7 de la mañana estaba presente en la escuela donde daba clases, con una 4x4 esperándolo.

En el camino, par de mates mediante, su jefe le contó que Centinela del Mar era un pueblito que esencialmente, sólo existía durante la temporada de verano. Podía llegar hacia el a través de Necochea, o tomar el camino que hacían ellos: 35 km de ruta de tierra desde Mar del Sud. Eran unas quince o veinte casas, no más que eso. En el censo de 2001 tenía 16 habitantes, pero no tenía la menor idea del estado demográfico del lugar 9 años después.
Su jefe lo acercó hasta el fin del camino y convinieron que a la 1 de la tarde pasaría por este mismo lugar a buscarlo, porque en Centinela del Mar no había señal en los celulares.

Joaquín se bajó de la camioneta y contempló la escena: al parecer no sólo no había señal, sino que tampoco parecía haber luz eléctrica o agua potable entre los médanos. Ciertamente el lugar no parecía necesitarlo. Pudo distinguir algunas casas, una capilla, y un hotel que parecía abandonado. En realidad todo parecía abandonado. Ahí se dio cuenta que seguramente le iba a sobrar mucho tiempo hasta que cayera el mediodía.

En lugar de golpear puerta por puerta, consideró gritar para llamar la atención de los habitantes, si es que en efecto, existían todavía. Pero le parecio irrespetuoso actuar de esa manera, así que tocó las maderas del hotel, el edificio que tenía más cerca. No se sorprendió ante la falta de respuesta. Hizo lo mismo en el almacén, sin que el resultado fuera diferente.

Las primeras casas no daban ningún indicio de que alguien viviera en el pueblo. Sin embargo, comenzó a escuchar un ruido. Cómo si se tratara de un motor.  Siguió probando suerte en cada puerta, pero a esa altura ya había identificado de donde venía el sonido. Se trataba de la última casa: un vagón de tren en frente al mar que se utilizaba como vivienda.

Por respeto a la ausencia, comprobó que nadie más estuviera en las otras casas, dedicando dos minutos de espera a cada puerta golpeada. Pero ya tenía entre ceja y ceja el vagón. Le sonreía a cada oportunidad, como si se tratara de una chica a la que se quisiera seducir. Finalmente, se dirigió hacía allí. Para su sorpresa no sólo sonaba el motor -que seguramente alimentaba un grupo electrógeno- , sino que además distinguía el sonido de un piano.

No reconoció la pieza en el acto debido a la interferencia del motor, pero en su trayecto identificó sus síntomas: do sostenido menor, el lamento rítmico, el matiz...  Rió en silencio y pensó para sus adentros "uno de los hits de ahora". Se trataba de la Sonata Claro de Luna, de Beethoven. Ideal para tocar a las 9 de la mañana. Desde sus días en el conservatorio que no escuchaba ese adagio. Jamás imaginó que en un pueblo remoto de la Costa Atlántica repetiría la experiencia. Cuando se dispuso a tocar el timbre estaba concluyendo el primer movimiento, pero ruido del motor cada vez más intenso le impedía apreciar la ejecución. Efecto Doppler en acción.

Tocó la puerta, intrigado por quien pudiera estar del otro lado: ¿será un viejo? ¿será una mujer? ¿será una familia entera? ¿será una pareja de amantes que aprovechó la escapada?
Nadie respondió el llamado, para su sorpresa. Ya estaba experimentando una sensación amalgamada entre nervios, ansiedad, decepción y emoción mientras golpeaba por segunda vez. Seguía sin responder nadie.

¿Que debía hacer entonces? El grupo electrógeno estaba encendido, el piano estaba sonando, evidentemente alguien tenía que vivir allí. La electricidad y la música eran pruebas infalibles de la vida. Pero sin embargo nadie atendía, impidiendo el cumplimiento de la labor censal. Joaquín temió lo peor: ¿y si había alguien allí pero estaba herido y necesitaba su ayuda, o peor aún, muerto? Después de cinco segundos de duda, entró en razón: el sonido del piano era indefectiblemente artesanal. Si había alguien muerto ahí dentro mientras alguien más estaba tocando el piano, definitivamente no hubiese sido prudente irrumpir en la vivienda para ver una escena tan horrible. En ese momento el miedo empezó a dominar a la ansiedad y a los nervios. Antes de tocar la puerta por tercera vez, trató de encontrar algún hueco por donde espiar: las ventanas estaban cerradas y no había forma de ver que había dentro de la propiedad. Así que tocó por tercera vez la puerta, con menos convencimiento que antes. No hubo respuesta. La sonata ya estaba en su segundo movimiento, el minué.

Las olas empezaron a romper y a chocar contra la costa, para completar el recital de sonidos. No duró mucho la superposición: tanto el motor como el piano cesaron sus frecuencias. Sólo cantaba la mar embravecida.Joaquín insistió nuevamente con la puerta, sin éxito. Las olas eran las únicas que se hacían oír.

Tras diez minutos de espera, el joven se alejó con resignación. ¿Su oído le habrá jugado una mala pasada? ¿no había nadie tocando un piano? ¿se trataba de un reproductor de música que se detuvo cuando se cortó la electricidad?  Esa parecía ser la respuesta más lógica, aunque le avergonzaba concebirla. Después de todo, como profesor de música, no quería admitir que su oído pudiera no ser tan bueno como quería creer.

Tuvo tiempo para dar una serie de pasos cuando el mar se amansó, casi súbitamente. Volvió a mirar la casa por instinto. Comenzaron a sonar los arpegios del último movimiento, esta vez sin la cacofonía del motor. Ahí Joaquín finalmente se dio cuenta de algo: el pianista de turno era un muy buen ejecutante. Consideró tocar la puerta una vez más, pero se dio cuenta que no tenía sentido: el Centinela del Mar había hecho su trabajo yendo a calmar las olas. Ya había respondido el cuestionario sin que le hicieran ni una pregunta. Una vez que terminó la pieza, el piano no volvió a sonar. El mar tampoco.

Cuando finalmente la 4x4 pasó a buscar al censista, el jefe preguntó:
"¿Y? ¿Había alguien viviendo ahí?"
"Había una persona",
"¿Una sola persona? ¿y qué hacía?"
"Ehm...era el guardacostas"
"Ah, claro, el guardacostas...cierto". El jefe se mostró satisfecho con la mentira de Joaquín.


Según el Censo Nacional de Población, Vivienda y Hogares del año 2010, Centinela del Mar tiene un habitante estable.

martes, 19 de noviembre de 2013

Sagrario.

La sangre secó los caminos,
y el tiempo olvidó la sangre.
Por intención o por providencia
este lugar ya no es sagrado.
Verás que en los confines del mundo
no está tu recompensa.
Sólo resta germinar
hacia el lado oscuro del Sol
donde los vientos cortan
y el cielo muestra colores nuevos.

domingo, 10 de noviembre de 2013

La luna

Hay que reescribir los horóscopos
y nadie sabe que hacer
porque la luna ya no gira
como siempre lo hizo.

Después de curarnos a todos
finalmente se quebró
y fue a buscar por el cosmos
a quien pueda armarla de nuevo.

sábado, 9 de noviembre de 2013

el 57.

Como mencioné en el post anterior, luego de separarse de mi mamá, mi papá nos llevaba una vez cada quince días a Mercedes, la ciudad donde se crió y donde vive mi familia del lado paterno. Nunca me animé a preguntarle si vivimos en Yerbal y Mercedes por casualidad o había una intencionalidad de su parte a la hora de elegir domicilio en Capital. El había conseguido un trabajo en un consultorio, sólo los sábados, así que en lugar de pasar los fines de semana en Parque Chacabuco cómo hacíamos antes (su nueva base de operaciones se ubicaba ahí), nos trasladabamos con él a su nuevo destino. Después de salir del trabajo en el Hospital Penna nos pasaba a buscar a las 21 horas a mí y a mis dos hermanos viernes de por medio.

Nos subíamos al tren Sarmiento (la estación Floresta está a dos cuadras de casa) como podíamos, a los empujones. Prácticamente nunca viajabamos sentados y una hora después llegábamos hasta Moreno. En el trayecto nos acompañaba el bombardeo de luces del tren y las estaciones que según su ubicación, tenían más o menos vida. Llegábamos a Moreno y a esa hora ya no había trenes para Mercedes, ergo, nos debíamos tomar el 57 que paraba a una cuadra de la plaza central. Si hacía calor, tomábamos algo en la estación. Me copaba mucho eso de ser varoncito y estar en la estación de noche. Ni hablar de subirme al 57, con las luces apagadas, corriendo la cortina para mirar por la ventana el paisaje. Mientras duraba la señal, trataba de enganchar un partido en la radio. Me acuerdo de un Talleres- Independiente que salió 1 a 1 muy nítidamente. Cuando se cortaba definitivamente la señal, era hora de acudir al Walkman. Al principio tenía un problema y pasaba las canciones más lentas de lo que debía, por lo cual temas como Another One Bites the Dust parecían baladas casi. Tiempo después quise arreglarlo, pero se generó el efecto contrario: por ejemplo, King of Pain de The Police se había convertido en una pieza punk cantada por la voz de una ardilla.


Como mencioné, la falta de luz del colectivo hacía imposible leer sin que los ojos sufrieran un poquito. Aun así lo intentaba: me acuerdo de la trilogía "Alexandros" que mi viejo había consumido a velocidad asombrosa y cuando los terminó, fue mi turno de hacerlo.   Había tres grandes paradas en nuestro viaje: General Rodríguez, que mucho no se veía porque el 57 no se adentraba mucho en la ciudad. Luján, que se veía preciosa en su recorrido, y me hubiera gustado más de una vez bajarme ahí para explorarla por la noche. Y Mercedes, por supuesto.


"Llegamos a la Ciudad Luz" decía en broma, cuando nos acercábamos a destino. A decir verdad, era un lindo espectáculo. Luego de recorrer la ciudad (el colectivo primero surca por la avenida 17 y luego por la avenida principal, la 29) y bajarnos en 29 y 24. O sea, a dos cuadras de la casa de mis abuelos, donde nos alojaríamos. Llegábamos a medianoche, y en el camino un restaurant de tenedor libre nos esperaba abierto todos los viernes que íbamos. Todo ese trayecto es lo más lindo que recuerdo de esa época. Me sentía el príncipe de la ruta 5 y mi espíritu aventurero se maravillaba una y otra vez por el viaje de cien kilómetros.


En un 9 de noviembre, mi papá falleció hace doce años. Esa noche llovió a cántaros.

martes, 5 de noviembre de 2013

e4 d6

La primera vez que le gané a la computadora tenía once años, casi doce. Era un programa de ajedrez arcaico, a veces podía tardar hasta un minuto en su turno mientras un montón de estadísticas aparecían en la parte derecha de la pantalla. Justo abajo asomaba una leyenda que decía "thinking..." mientras evaluaba su próximo movimiento. Incluso se tomaba su tiempo en las aperturas, movimientos que son casi mecánicos, donde la creatividad se ve reducida al mínimo. No recuerdo su nombre, pero lo recuerdo con mucho cariño y talento. Sospecho que estaba programado en turbopascal o algo similar, siempre accedía desde el DOS porque no tenía compatibilidad con Windows. 

Aprendí a jugar al ajedrez a los seis años. Se dieron cuenta que tenía cierta aptitud y me metieron en un taller de ajedrez en la escuela. Estaba a cargo Maximiliano Ginzburg (hoy Maestro Internacional), parte del equipo olímpico juvenil argentino. Aprendí lo básico y lo intermedio con él, mis primeros problemas analíticos para resolver, los famosos "mate en 3". No tardé en ser uno de los mejores de la escuela, pero sobre todo porque no eramos muchos.

Empecé a competir a los 9 años, en el torneo anual escolar que le tocaba realizar a mi escuela. Ahí me dí cuenta del talento de un montón de chicos y su formación: participaban en clubes, sobre todo venían chicos que estaban en Ferro y en Vélez, alguno que otro de Torre Blanca. Tenían todo un kilometraje y práctica que yo no tenía.

No tuve un mal resultado, me alcanzó para sacar una medalla, pero sabía que me faltaba y mucho. Pensé que quizás solamente con más ritmo me iba a alcanzar para tener desempeños mejores.  Los sábados que podía, me llevaba mi papá a diferentes lugares de capital, desde Lugano hasta Once. También venía mi hermano, que tenía performances no tan diferentes a las mías en su categoría, pero él no tenía un interés decidido por el juego.

Me hice muchos amigos ahí mientras jugábamos a ser niños, pero siempre nos tratabamos por el apellido, porque así nos presentaban en el anuncio de cada ronda. También había una chica, una de las mejores del circuito sin lugar a dudas, que rompía todos los corazones y tableros. Creo que también nos gustaba pero nos avergonzaba a la vez, por los gajes de la edad, que jugara tan bien en un ambiente tan machista como el ajedrez. Jugaba en Ferro y si no me equivoco da clases ahí. Me acuerdo su nombre incluso, Cecilia Saffioti.

Mi noción del juego seguía siendo sumamente intuitiva y muy poco pulida. Pero seguía alcanzando para sacar menciones y medallas. Eso si, nunca llegaba al podio podio. Siempre estaba cerca, pero me quedaba corto en el último match. Me acuerdo de un partido increíble que me tocó jugar en quinto grado contra quien venía de ser el campeón argentino sub 12, Sebastián García. Por las presiones del juego y sus padres que lo sacaban a pasear por todo el país el muchacho todavía seguía en quinto grado. De no creer. O al menos eso fue lo que me habían dicho para explicarme por que justo yo me lo estaba encontrando en una última ronda cara a cara. Recuerdo el partido como algo épico, ya todas las mesas habían terminado hacia rato. Nos habían puesto el reloj para que el tiempo resolviera por nosotros. Ya el llegar hasta esa instancia era un premio para mí. Todos nos estaban mirando para ver quien se quedaba con el segundo puesto del abierto. Y la cagué.  Cuando me di cuenta le estreché la mano en señal que no tenía sentido continuar la posición y le concedía el punto y el premio. Pero aún así no me fui amargado ni fastidioso, pese a mi espíritu hipercompetitivo: había jugado el mejor partido de mi vida, contra el oponente más brillante que me había podido tocar, lo había perdido y aún así estaba contento.

A los doce años gané mi único título del circuito escolar, mientras los verdaderamente destacados de la categoría se disputaban el Torneo Argentino de la categoría en Misiones. Si bien me alegró la victoría, yo ya sabía que ya estaba muy lejos de su nivel. Cada tanto compraba algún libro de ajedrez pero no alcanzaba: me faltaba la práctica, el método y quizás el talento también para codearme con los mejores con cierta constancia. Me limité a preguntarme que hubiera pasado si yo también hubiera formado parte de un club como varios de ellos, pero la realidad es que tenía otros intereses que no quería ceder a esa edad: había empezado a jugar en un club de papi fútbol y además de los partidos de los sábados y domingos entrenaba doble turno durante la semana. Además, mis papás ya se habían separado y cada quince días él había conseguido un trabajo en su ciudad, Mercedes, el cual lo hacía irse todos los sábados a atender un consultorio allí. Por lo cual semana por medio, que era lo que correspondía según lo pactado por mis padres, lo seguíamos junto a mis hermanos. Ergo, no estaba en Capital para seguir jugando y ya concurría a cada vez menos torneos, como en el que me tocó triunfar entrado mi cuarto año en el circuito.

Sólo le gané tres veces a la computadora. Las tres veces con negras y usando la Defensa Pirc, una línea que evidentemente el sistema no tenía muy presente. Quizás otro día les cuente mi gusto por el hipermodernismo y el estilo indirecto a la hora de jugar al ajedrez, en lugar de aperturas y defensas de tradición más ortodoxa. A partir de ese entonces d6 se convirtió en mi respuesta favorita para e4.