martes, 5 de noviembre de 2013

e4 d6

La primera vez que le gané a la computadora tenía once años, casi doce. Era un programa de ajedrez arcaico, a veces podía tardar hasta un minuto en su turno mientras un montón de estadísticas aparecían en la parte derecha de la pantalla. Justo abajo asomaba una leyenda que decía "thinking..." mientras evaluaba su próximo movimiento. Incluso se tomaba su tiempo en las aperturas, movimientos que son casi mecánicos, donde la creatividad se ve reducida al mínimo. No recuerdo su nombre, pero lo recuerdo con mucho cariño y talento. Sospecho que estaba programado en turbopascal o algo similar, siempre accedía desde el DOS porque no tenía compatibilidad con Windows. 

Aprendí a jugar al ajedrez a los seis años. Se dieron cuenta que tenía cierta aptitud y me metieron en un taller de ajedrez en la escuela. Estaba a cargo Maximiliano Ginzburg (hoy Maestro Internacional), parte del equipo olímpico juvenil argentino. Aprendí lo básico y lo intermedio con él, mis primeros problemas analíticos para resolver, los famosos "mate en 3". No tardé en ser uno de los mejores de la escuela, pero sobre todo porque no eramos muchos.

Empecé a competir a los 9 años, en el torneo anual escolar que le tocaba realizar a mi escuela. Ahí me dí cuenta del talento de un montón de chicos y su formación: participaban en clubes, sobre todo venían chicos que estaban en Ferro y en Vélez, alguno que otro de Torre Blanca. Tenían todo un kilometraje y práctica que yo no tenía.

No tuve un mal resultado, me alcanzó para sacar una medalla, pero sabía que me faltaba y mucho. Pensé que quizás solamente con más ritmo me iba a alcanzar para tener desempeños mejores.  Los sábados que podía, me llevaba mi papá a diferentes lugares de capital, desde Lugano hasta Once. También venía mi hermano, que tenía performances no tan diferentes a las mías en su categoría, pero él no tenía un interés decidido por el juego.

Me hice muchos amigos ahí mientras jugábamos a ser niños, pero siempre nos tratabamos por el apellido, porque así nos presentaban en el anuncio de cada ronda. También había una chica, una de las mejores del circuito sin lugar a dudas, que rompía todos los corazones y tableros. Creo que también nos gustaba pero nos avergonzaba a la vez, por los gajes de la edad, que jugara tan bien en un ambiente tan machista como el ajedrez. Jugaba en Ferro y si no me equivoco da clases ahí. Me acuerdo su nombre incluso, Cecilia Saffioti.

Mi noción del juego seguía siendo sumamente intuitiva y muy poco pulida. Pero seguía alcanzando para sacar menciones y medallas. Eso si, nunca llegaba al podio podio. Siempre estaba cerca, pero me quedaba corto en el último match. Me acuerdo de un partido increíble que me tocó jugar en quinto grado contra quien venía de ser el campeón argentino sub 12, Sebastián García. Por las presiones del juego y sus padres que lo sacaban a pasear por todo el país el muchacho todavía seguía en quinto grado. De no creer. O al menos eso fue lo que me habían dicho para explicarme por que justo yo me lo estaba encontrando en una última ronda cara a cara. Recuerdo el partido como algo épico, ya todas las mesas habían terminado hacia rato. Nos habían puesto el reloj para que el tiempo resolviera por nosotros. Ya el llegar hasta esa instancia era un premio para mí. Todos nos estaban mirando para ver quien se quedaba con el segundo puesto del abierto. Y la cagué.  Cuando me di cuenta le estreché la mano en señal que no tenía sentido continuar la posición y le concedía el punto y el premio. Pero aún así no me fui amargado ni fastidioso, pese a mi espíritu hipercompetitivo: había jugado el mejor partido de mi vida, contra el oponente más brillante que me había podido tocar, lo había perdido y aún así estaba contento.

A los doce años gané mi único título del circuito escolar, mientras los verdaderamente destacados de la categoría se disputaban el Torneo Argentino de la categoría en Misiones. Si bien me alegró la victoría, yo ya sabía que ya estaba muy lejos de su nivel. Cada tanto compraba algún libro de ajedrez pero no alcanzaba: me faltaba la práctica, el método y quizás el talento también para codearme con los mejores con cierta constancia. Me limité a preguntarme que hubiera pasado si yo también hubiera formado parte de un club como varios de ellos, pero la realidad es que tenía otros intereses que no quería ceder a esa edad: había empezado a jugar en un club de papi fútbol y además de los partidos de los sábados y domingos entrenaba doble turno durante la semana. Además, mis papás ya se habían separado y cada quince días él había conseguido un trabajo en su ciudad, Mercedes, el cual lo hacía irse todos los sábados a atender un consultorio allí. Por lo cual semana por medio, que era lo que correspondía según lo pactado por mis padres, lo seguíamos junto a mis hermanos. Ergo, no estaba en Capital para seguir jugando y ya concurría a cada vez menos torneos, como en el que me tocó triunfar entrado mi cuarto año en el circuito.

Sólo le gané tres veces a la computadora. Las tres veces con negras y usando la Defensa Pirc, una línea que evidentemente el sistema no tenía muy presente. Quizás otro día les cuente mi gusto por el hipermodernismo y el estilo indirecto a la hora de jugar al ajedrez, en lugar de aperturas y defensas de tradición más ortodoxa. A partir de ese entonces d6 se convirtió en mi respuesta favorita para e4.

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