lunes, 5 de agosto de 2013

Los muchachos (se) entretienen.


A las seis de la mañana, el 63 se detuvo en el semáforo de Nazca y Rivadavia. La cantidad de pasajeros que siempre lo esperan en esa esquina, sin importar el día o la hora, le impide completar la parada y atravesar el semáforo en un solo movimiento. Entre las postales de la noche, ese rincón de la ciudad, todos los viernes y sábados ofrece un espectáculo vespertino pugilístico de forma gratuita a los espectadores. Aquella madrugada madrugada no era la excepción.

Los treinta segundos reglamentarios que otorgaba el semáforo en rojo exhibían como los contendientes se transplantaron desde la vereda hacia la acera, para convertir el espectáculo en algo público, a la vista de todos. El primero , armado con un chaleco rojo de esos que parecen inflables y un gorro negro, algo más petiso y esbelto que su rival, de cabello corto símil militar, un sweater negro y que se acercaba, o quizás superaba (pero nunca igualaba) la barrera de los 100 kilos y el metro noventa. Otras cuatro personas, dos simpatizantes por lado que permanecían inertes en la vereda, hacían las veces de segundos de manera informal. Lo cual en perspectiva, hace que todo sea mejor que ver un combate entero de boxeo u otra forma marcial reglamentada: la acción al estar comprimida en un margen de tiempo tan escaso, obliga a que la intensidad de lo que ocurre sea mucho mayor, y la posiblidad de interactuar con el paisaje hace que todo pueda ser más impredecible. Incluso quienes detestan el pugilismo deportivo a veces no pueden con su curiosidad visual y son hipnotizados por la secuencia.

Cuando uno ve los primeros puntapiés de los participantes se puede percibir si se trata de dos amigos fingiendo una trifulca, ya sea por el estilo de los golpes, o bien por las risas, gestos y poses que se realizan en una inconfundible sátira de combate. No era el caso. Sin mediar amenaza previa, ambos optaron por la guardia alta del boxeo y arrancó el violento intercambio de golpes sin cesar producto de la adrenalina era una declaración de intenciones. Izquierda derecha izquierda derecha era la antiestética coreografía que proponía el gigante de sweater. Con toda la pericia que pudiera otorgar una defensa que homenajeara a los kelonios, esto es, con la cabeza resguardada entre los hombros y brazos, el hombre de rojo soportó el asalto inicial y se alejó unos pasos.

El frenético ataque hizo mella en quién tomó la iniciativa. Se lo notaba cansado tras lanzar unos cuarenta golpes en tan breve lapso. Las manos de Goliat ya no eran problema para el cuello del muchacho de rojo, que en un sólo movimiento cervical podía defenderse de cualquier intento de knockout . El único éxito del gigante de negro fue lograr que el combatiente más ágil perdiese su gorra en uno de sus movimientos defensivos. Instantáneamente uno de sus segundos la recogió del suelo y se la calzó. Parecía que no iba a ocurrir nada más y que se iba a diluir la acción sin que transcurriera nada digno de ser comentado, a raíz del cansancio.

Las reglas de los incidentes urbanos prohíben que los participantes conviertan el boxeo en lucha libre mediante un derribo. Eso implica que en el momento en que tocan el suelo y la acción se torna enmarañada, los segundos están habilitados instantáneamente a participar activamente en el combate. La otra alternativa al cansancio, simplemente consiste en terminar la contienda, con un ritual que pued consistir en un intercambio de insultos y quizás con algún juramento de venganza o una acusación de falta de hombría mientras cada participante se retira con sus segundos. Nada de eso ocurría todavía, pero parecía que cualquiera de las dos opciones era inminente.

El semáforo ya había cambiado a verde mas nadie se animaba a mover su vehículo. Resulta ser que el más ágil, el petiso, al fin empezó a acercarse su rival mediante algunos jabs y cintureos. El hombre de negro no tenía muchas dificultades para defenderse, pero se lo notaba incómodo. Hasta que sin esperarlo, el muchacho de rojo tras una finta y la posterior liberación de su mano derecha en un ángulo extraño, conectó de lleno en el rostro de su oponente. No llegó a derribarlo, pero era una clara señal de que él había resultado ganador de la contienda. No tenía sentido seguir peleando después de tamaña superioridad técnica.

Comprendiendo esa señal, finalmente un automóvil se animó a cruzar Rivadavia para continuar su camino por Nazca, obligando a los participantes a volver a la vereda y concluir formalmente el episodio. El 63 finalmente arrancó y se perdió por la avenida.