lunes, 1 de julio de 2013

Performance






Estábamos en lo de Richard, poniéndonos al día con nuestras vidas y hablando de las razones por las cuales Salva no estaba allí con nosotros. En los famosos cinco minutos previos a la despedida y el consecuente aplazo de la sesión hasta un tiempo indefinido, Pablo tuvo una idea. Nos miró a Guille y a mí, y nos dijo: “chicos, ustedes tienen que leer algo. Ya vuelvo.”  Hurgó durante un minuto la biblioteca del dueño de casa, y volvió con dos libros. Primero me dio el mío, y mientras estaba por darle el otro a mi amigo, se arrepintió de su elección. Así que tomó el libro de mi mano y lo trocó por el que le hubiese correspondido a Guille. Un movimiento extraño, como mínimo. Guille no se contuvo y le preguntó por qué le había dado ese libro en particular. No preguntó por el intercambio. Pablo tomó el ejemplar, lo abrió, buscó unos pasajes y leyó en voz alta. No recuerdo con precisión el desarrollo de los sintagmas, pero se trataba de la historia de un nerd que se sentía desplazado por sus amigos y la cruzada por su reinserción en un mundo que no conocía, pero sin darse cuenta había dejado de habitar. En cambio, sobre mi libro…no atiné a preguntarle la razón por la cual me lo había dado. No quise hacerlo tampoco.  Su contratapa no me adelantó nada demasiado revelador, pero estaba seguro que no era algo que Guille hubiese querido leer. 

Dos días después comencé la lectura. A los dos minutos entendí por qué me lo había dado a mí,  pero todavía no entendí para qué, así que seguí leyendo. Quizás era simplemente porque quiso darme algo y pensó que me iba a gustar, y punto. Pero a Pablo, tan performativo como es, no le hubiese gustado que yo pensara eso, creo.  En la primer lectura llegué hasta la página 47. No fue casualidad eso. Había una sorpresa al abrir la hoja: un papelillo con la inscripción “Altoids: curiously strong mints” que protegía su contenido.  “Si vamos a hacer un juego con todo esto, Juancito… “  pensé. Deduje que quizás había algo de esa página que pudiera responder mi interrogante anterior. La página concluía con la frase “Íbamos a dormirnos, el uno al lado del otro, cuando de repente me dijo:”. El clímax que se había despertado súbitamente se descompuso al llegar a la página siguiente. Se trataba de un diálogo trivial que distaba mucho de las expectativas que se habían generado en toda la secuencia. “Conoces un restaurante bueno?” ,no era una frase que me llamara la atención para nada y Pablo no era la clase de personas que hubiese recurrido a mí para sugerencias culinarias.

Decepcionado, proseguí la lectura, tratando de encontrar alguna lógica en el libro. Se trataba de 175 páginas (aunque siempre son menos, porque ningún libro en su sano juicio arranca en la página 1), fragmentadas en tres historias diferentes, y cada una de ellas tenía algo que puedo denominar como “tres personajes y medio”. Las formas de la historias no eran ni triángulos ni cuadriláteros. Ninguno de esos rótulos le hubiese hecho justicia a lo que ocurría en el libro. Eran historias donde el cuarto personaje podía estar o no, como si sobrase, pero a la vez, donde el relato hubiese sido inimaginable sin su presencia. ¿Por qué me había dado Pablo un libro que parecía una elegía a la geometría exótica?

El libro lo terminé en tres noches, pero sin una respuesta que saciara mi curiosidad. Al poquísimo tiempo dejé de pensar en el libro y en las ucronías que me hubiesen dejado satisfecho sobre su significado.
La semana siguiente, mientras tomaba el subte para ir a trabajar, viajaba de pie, ocupando el espacio de mí mente en otros tópicos con una vaguedad impropia: los enojos, las vacaciones, la gente. Al alistarme para bajar en la terminal con los sobrevivientes de la formación, percibí que me estaba mirando fijamente una chica, de pelo a la altura de los hombros algo colorado y algo rubio, con un jogging gris y una campera de jean. Parecía medio hippie. Caminé por el andén delante de ella al bajar, y ella apuró el paso para ponerse a la par conmigo. Cuando con su celeridad obtuvo mi atención, arrancó velozmente una página de un libro que ella sostenía en sus manos y me dijo: “Tomá, esta es tu página”, sonrió y desapareció entre la multitud. 

Eran las páginas 119 y 120 de “Reflexiones sobre la verdad” de Mahatma Gandhi. Y sí, hippie tenía que ser. No me detuve a leerlas porque estaba coqueteando con la impuntualidad en mi trabajo y estaba tan preocupado por ello que tomé el papel con toda naturalidad y me fui en dirección contraria. Pero inmediatamente pensé en la continuación de la página 47, eso sí. Probé eligiendo mi propia aventura a ver qué ocurría con el experimento, y como era esperable, las carillas que me dio la chica contenían un montón de clichés axiológicos, pero culminaban con la frase: “Me estoy volviendo un hombre más triste, y quiero creerlo, más sabio.”  Digamos que no quise aceptar que esa era la frase que pudiese corresponder a la página 47, pero consideré que era una posibilidad.

Del trabajo fui al Kentucky de Flores a comer algo porque había caído la noche, y no tenía ganas de cocinar. Pedí una promoción que consistía en dos porciones de muzzarella, una fainá (¿o faina?) al verdeo y ante un ataque de celiaquía hipocondríaca, decliné la cerveza opcional que incluía el menú y la permuté por una coca-cola. El maestro pizzero de turno se llamaba José Luis Rodríguez, según la placa del local. Jamás en mi vida se me hubiera ocurrido asociar al Puma y la pizza. Me parecía algo tan inconexo a priori como descolmillar una goma. Pero bueno, sí algo creía a esta altura era en las uniones improbables.

 Subí al 36 y el colectivero estaba portándose de forma condescendiente con unas chicas de 15 años que presentaban dificultades para pagar el boleto.  Yo bajé una parada antes del colectivo para comprar cigarrillos. Hecha la transacción, el quiosquero me preguntó si entraba a internet. Cuando pregunté el por qué, señaló: “ah, es porque están con una promoción, tomá, te dejo algunos códigos e ingresalos, a ver si tenés suerte.”. En esta manía de encontrarle sentido a las desconexiones aparentes y unirlas, una vez que llegué a casa revisé los números. D3A-647283, D3A-056961  y D3A-155175. Otra decepción más.

”Bah, el libro tenía 175 páginas. Quizás la 155 podía decirme algo” pensé. Se trataba de una deducción que en este mar de enlaces potenciales no parecía tan descabellada. Se trataba de la tercera historia, a juzgar por el número de página.  Abrí el libro nuevamente, para encontrarme con la frase “La hermosa escena aparecía afilada, recortada en extraños ángulos. Quería saber lo que ella quería decirme”.  De a poco los finales abiertos ya no me resultaban tan divertidos.  

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